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emperador, empezaste a odiar al duque sin haberle visto siquiera.

El conde.—Sí, odio a todos esos aduladores serviles que andan a cuatro patas por las gradas del trono. Mendigan lo que hay que tomar por la fuerza. A la vida libre de un lobo prefieren la de un perro encadenado a su caseta, porque le tienen miedo al hambre. Son traidores a nuestra libertad. Ellos han arruinado mi castillo, en los agujeros de cuyos muros, en otro tiempo terribles para nuestros enemigos, hacen ahora sus nidos los cuervos. La servidumbre se ríe a hurtadillas cuando mando levantar los puentes; sabe que eso es inútil, porque se puede penetrar en el castillo por los muros agujereados. ¡Levantar los puentes! ¡Ja, ja, ja!

Elsa.—No eres justo, padre; mi Enrique es honrado y noble. ¿No te ha tendido la mano para obtener tu gracia?

El conde.—Sí, y yo no he aceptado esa mano.

Elsa.—Te ha suplicado que consientas en nuestro matrimonio, mientras que tú, con la crueldad de un hombre obcecado...

El conde.—Puedes no medir demasiado tus palabras, Elsa; no tienes que violentarte con tu viejo padre. El propio emperador te apoya, sus garras mantienen mi cabeza humillada, su pico ha peinado esta mañana mis cabellos blancos para la acogida del novio. Sé audaz y noble como tu prometido, Elsa. Es verdaderamente irritante: ¡un conde miserable se opone a esa boda, grata a los