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—¡Llama!—dijo Pomerantzev.

—¡Llama!—respondió San Nicolás.

—Me das lástima, Nicolás. Estando tan viejo, tan enfermo, tan falto de fuerzas, andas sin cesar, vuelas sin descanso sobre la tierra y no te cuidas de nada. Ahora has venido por los aires a visitarme. Veo que no me olvidas.

—No tiene importancia: llevo pantuflas. Con botas es más difícil volar.

—¡Llama!—dijo Pomerantzev—. Vámonos volando a cualquier parte, ¿te parece? Porque, ya ves, me aburro aquí. ¡Me aburro tanto! Además, me duelen las piernas.

—¡Bueno, volemos!—aceptó San Nicolás.

Y volaron.

En el corredor, mal alumbrado, reinaba un silencio inquietante. Tras las puertas cerradas oía se la charla de los enfermos que no conocían el descanso. En el extremo del corredor, tras una puerta silenciosa hasta entonces, se oyó un grito:

—¡Qui-qui-ri-quí!

Lo lanzaba un enfermo que se imaginaba ser un gallo. Con la puntualidad de un cronómetro se despertaba a media noche, a las tres y a las seis, agitaba los brazos, a modo de alas, y gritaba imitando al gallo y despertando a los otros enfermos.

Ahora no se despertó nadie. El enfermo que se imaginaba ser un gallo se durmió de nuevo. Todo quedó otra vez tranquilo. Detrás de una puerta, del lado izquierdo del pasillo, el enfermo seguía