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impaciencia y miraba con mal humor los tristes campos, despojados por el otoño de su pompa.

En consideración al carácter tranquilo de Pomerantzev, no se le cerraba nunca la puerta de la habitación. Durante todo aquel día inquietante anduvo de un lado para otro por la clínica. Asistía a todos los servicios religiosos fúnebres, distribuía velas, las recogía luego, y si alguien se olvidaba de apagar la suya, se acercaba y la apagaba él, soplando muy solícito.

El muerto le inspiraba una gran curiosidad. De media en media hora entraba en la cámara mortuoria para mirarle, ajustaba sobre el cadáver el lienzo que lo cubría y le arreglaba la levita. Y creía que su papel allí no era menos grave e importante que el del muerto. El estaba vivo y lleno de actividad, lo que no era menos interesante, misterioso y grave que estar muerto y yacer en el ataúd. Mientras andaba por toda la clínica, de un lado para otro, pensaba en las palabras conmovedoras y solemnes que acababa de oír durante el servicio religioso: «Difunto», «llamado por Dios al reino de los cielos» y otras. Tales palabras, y cuanto pasaba aquel día le hacían felicísimo; pero en lo profundo de su alma sentía una extraña inquietud, como si se hubiera olvidado de algo muy grave y no pudiera recordarlo, a pesar de todos sus esfuerzos. En su ir y venir incansable se detenía a veces y se rascaba, con aire preocupado, la frente. Con frecuencia le pedía órdenes a la enfermera.