Al cabo, no pudiendo ya contenerse, interrumpió a su madre:
—Mamá, ya es hora de que nos vayamos. Estamos molestando al señor doctor.
—En seguida, hijo mío. Dos palabras más, y nos vamos.
Y comenzó de nuevo a hablar, a justificarse y a pretender demostrar algo, sin conseguirlo. El hijo miraba con una curiosidad malévola la cabeza temblorosa y cana de la madre; recordaba las cosas insensatas que le decía en el camino, y pensaba que estaba loca; que abajo, en los aposentos cerrados, había locos; que su hermano, que acababa de morir, estaba también loco, y no paraba de inventar historias ridículas, viendo enemigos por todas partes, figurándose que se le perseguía a cada paso. ¡El pobre desgraciado se imaginaba tener enemigos! ¿Qué hubiera dicho si, en efecto, los hubiera tenido como él, el escritor, reales, poderosos, implacables, infatigables, que no retrocedían ante la calumnia y la denuncia?
—¡Mamá, hay que marcharse!
—¡En seguida, hijo mío! Diga usted, doctor, ¿podré pasar la noche junto a mi Sacha? ¡Está solo el pobrecito! Nadie en nuestra familia había muerto en un hospital, y el pobre hijo mío...
Y se echó a llorar.
El doctor la autorizó para pasar la noche velando al difunto. La madre y el hijo se fueron. Por el camino, la anciana comenzó de nuevo a decir cosas insensatas; su hijo hacía gestos de