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—¡Desde luego! ¡Buenas noches!

—Muy buenas. ¿Volverá usted a irse?

El doctor consultó su reloj. Eran las tres y media.

—No, es demasiado tarde. No saldré ya.

—¡Gracias!

Ahogó un sollozo y huyó a su habitación, a llorar, tan pequeña en el amplio y largo corredor, que parecía una niñita.

El doctor la siguió con la vista, consultó de nuevo su reloj y, sacudiendo la cabeza, se dirigió a sus habitaciones.

El día siguiente fué gris, y, aunque no llovió, hizo mucho frío. El invierno se echaba encima. El barro no tardó en secarse. A las cuatro, cuando se hizo salir un rato a los enfermos a tomar el aire, las avenidas estaban completamente secas, el suelo parecía de piedra y las hojas caídas crujían bajo las pisadas.

El doctor, Pomerantzev y Petrov se paseaban a lo largo de la avenida. El doctor y Petrov callaban; Pomerantzev se divertía en hundir los pies entre las hojas secas, y miraba a cada instante atrás, para ver si quedaban huellas. Charlaba acerca del otoño en Crimea, aunque él no había estado allí nunca; acerca de la caza, que no conocía, y acerca de otras muchas cosas incoherentes, pero divertidas y no desprovistas de interés.

—¡Sentémonos!—propuso el doctor.

Sentáronse en un banco; el doctor, entre ambos