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las puertas. Le ruego a usted que me perdone; ha sido un descuido del personal.

—Para usted tal descuido acaso no tenga importancia, mientras que para mí podría tenerla muy grande. Pero le perdono a usted por esta vez.

Luego, dirigiéndose al enfermero y a los guardas, les dijo severamente:

—¿Han oído ustedes? ¡Cierren en seguida las puertas!

Y añadió riendo:

—De lo contrario, yo y el doctor nos iremos inmediatamente a pasar el rato al Babilonia.

Cuando se logró que Petrov se retirase a su aposento y se acostase, el doctor subió a sus habitaciones. En el corredor, junto a la escalera, encontró a la enfermera; se hallaba completamente vestida, y sus ojos brillaban.

—¡Doctor!—murmuró.

Estaba tan emocionada, que no podía continuar.

—¡Doctor!—repitió, sin alzar la voz.

—¡Ah, es usted! ¿No se ha acostado todavía? Es ya tarde.

—¡Doctor!

—¿Qué hay? ¿Necesita usted algo?

—¡Doctor!

Le faltaron ánimos. ¡Quería decirle tantas cosas! Le hubiera hablado de su amor, del Babilonia, del champaña, de que abusaba. Pero se limitó a preguntar:

—¿Hay que darle bromuro a Polakov?