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de esas que siempre, a toda hora, van a alguna parte. El bosque estaba húmedo aún; los rayos del sol no habían tenido tiempo de ahuyentar el frescor nocturno; por eso el doctor Chevirev prefería dar un rodeo y caminar por campo abierto.

Bien afeitado, muy currutaco con su sombrero de copa, balanceaba negligentemente su mano enguantada, y silbaba, acompañando a los pájaros, cuyas canciones resonaban en la atmósfera. Dejaba tras sí, en el aire fresco de la mañana, un ligero olor a perfumes, a vino y a fuertes cigarros.


V


Al verano siguió el otoño, frío y lluvioso. Durante dos semanas, la lluvia casi no cesó. En las raras horas de intervalo, nieblas frías alzábanse por todos lados, a modo de cortinas de humo.

Un día cayó en gruesos copos blancos la nieve; se extendió como un blanco tapiz desgarrado sobre la hierba, verde aún, y en seguida se derritió, aumentando la frialdad y la humedad del aire.

En la clínica se encendían las luces a las cinco de la tarde. En todo el día no se veía un rayo de sol, y los árboles, tras los cristales, agitaban tristemente las ramas, como queriendo despojarse de las últimas hojas.

El ruido incesante de la lluvia sobre el tejado de cinc, la ausencia del sol y la falta de distracciones, ponían a los enfermos nerviosos, excita-