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La excitación de Petrov desapareció, así como los pensamientos fragmentarios que turbaban su espíritu. Sólo le quedó una honda tristeza.

Se tendió en la cama. La tristeza, como si fuera un ser viviente, se posó en su pecho y le clavó las garras en el corazón. Así permanecieron ambos, estrechamente unidos, mientras fuera, en el jardín, caían gruesas gotas de nieve derretida, y todo era claridad, luz radiante.

Se oía, hacia el estanque, una risa jovial; era Pomerantzev, que echaba al agua barquitas de papel y se reía, lleno de júbilo.


IV


La enfermera María Astafievna no estaba enamorada de Pomerantzev; desde hacía tres años, el tiempo que llevaba en la clínica, amaba desesperadamente al doctor Chevirev y no se atrevía a decírselo. Le amaba por su inteligencia, por su hermosura varonil, por la nobleza de su corazón, por los perfumes especiales y aristocráticos que exhalaba siempre; le amaba, en fin, porque no hablaba nunca y porque parecía solitario y desgraciado.

En las tres piezas del piso superior que habitaba el doctor no había detalle del mobiliario, pedazo de papel ni cuadro que no le fuesen familiares. Abría afanosa cuantos libros le veía a él leer, como buscando en sus páginas el rastro de su mirada