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—¿Usted le ha visto?

—¡Ya lo creo! Yo he visto a todos los santos.

Y se puso a describir detalladamente los rostros de los santos, que, desde luego, eran todos buenos y nobles.

Después se levantó, dió algunas vueltas por la estancia, hizo algunos ejercicios gimnásticos y, al fin, se detuvo junto a la ventana abierta.

—¡La nieve comienza ya a derretirse!—dijo—. ¡Me da un gusto!... ¿Qué vamos a hacer hoy, doctor?

—¿Quiere usted romper el hielo del estanque?

—¿Romper el hielo? ¡Dios mío, me entusiasma! Romper el hielo es ayudar a la primavera. ¡Verdaderamente, doctor, es usted un hombre excelente!

—Y usted un hombre feliz.

Se separaron grandes amigos.

Un cuarto de hora después, Pomerantzev, todo salpicado de hielo y de nieve, trabajaba enérgicamente con la pala, hundiéndola en el hielo, ya medio fundido y semejante a azúcar cande. El trabajo hacía entrar en calor a Pomerantzev, que estaba fatigado y sudando; pero se sentía feliz y miraba con ojos encantados alrededor. El día primaveral sonreía. De los tejados, de los árboles, del muro, caían lentamente gotas de agua, que lo ennegrecían todo en torno. Se aspiraba el olor de la nieve derretida, del estiércol, los mil olores indefinibles de la primavera.

—¡Mire usted cómo trabajo!—gritaba Pome-