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jáis que cometa un acto de violencia, a mí, que tengo un concepto tan elevado del derecho. Ya veo que, a vuestro entender, el derecho está por debajo de la fuerza. ¡Oh, las mujeres!

Proserpina.—Decididamente, Marcio, los dioses te crearon en un mal momento: eres demasiado tonto. Las mujeres no podemos amar sino a los hombres fuertes, audaces. ¿Crees que nos da gusto ser raptadas, robadas, reclamadas, perdidas, encontradas y vivir siempre así?

Una voz.—¡Proserpinita querida!

Proserpina.—¿Cómo te va, amigo mío? (A Marcio.) No queremos que se nos trate como un objeto cualquiera. Apenas me habitúo a un hombre, llega otro y me roba; apenas me aficiono al nuevo marido, se presenta el primero y se empeña en que me vaya con él. ¡No, Marcio! Si quieres conservar a la mujer, no la cedas a nadie; defiéndela de todo agresor, con las armas en la mano, sin retroceder ante los peligros, ante la muerte misma. Créeme, las mujeres saben apreciar tal suerte de heroísmo. Y ten en cuenta que las mujeres no traicionan sino a quienes las han traicionado antes.

Marcio.—¿Pero cómo podemos reñir con ellos? ¡Están armados, y nosotros estamos inermes!

Proserpina.—No tenéis más que armaros también.

Marcio.—Tienen músculos fuertes, mientras que nosotros...

Proserpina.—No tenéis más que fortaleceros también. ¡No, Marcio, eres terriblemente tonto!