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—¡Qué! ¿Cómo se encuentra usted hoy?—le preguntaba el doctor, sentándose a su lado en la cama.

Pomerantzev, esforzándose en contener la tos, respondía:

—Me encuentro admirablemente. ¡Nunca me he sentido tan bien!

Y cuando había logrado dominar definitivamente el acceso de tos, añadía con una sonrisa jovial y los ojos brillantes.

—Sólo estoy un poco cansado. No es extraño, por lo demás. ¡He visitado esta noche tres hospitales! ¡Y he tenido en ellos no poco que hacer! Figúrese usted que solamente en el hospital Detegzev había cinco niños enfermos de fiebre tifoidea. Uno estaba casi muriéndose. Por fortuna, San Nicolás le curó en seguida, soplándole en la cara. El niño se puso al punto muy alegre y pidió de beber. Yo y San Nicolás lloramos de alegría. ¡Palabra de honor!

Los ojos de Pomerantzev se llenaron de lágrimas; pero se apresuró a secárselas, y añadió en son de broma:

—¡Vaya un doctor San Nicolás! No se parece usted a él...

Pero inmediatamente, temiendo que el doctor se ofendiese, procuró tranquilizarse:

—¡No, no, querido doctor! No tome usted en serio lo que acabo de decirle. Bien sé que es usted un hombre excelente y cumple concienzudamente con su deber. Usted se parece a San Erasmo. También es un buen santo.