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—¡Silencio, son los maridos!

El grueso romano.—¿De veras? ¡Dios mío, qué sed tengo! ¡Proserpinita mía, dame un poco de sidra!

Una voz tímida.—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

El grueso romano.—¿Qué diablos quiere éste? ¡Llama también a mi mujer!

—¡Silencio, es su marido!

El grueso romano.—¡Ah, sí, no me acordaba ya! ¡Cielos, qué sed tengo! Me bebería un lago entero, sobre todo con la cenita que me dieron anoche. ¡Si supierais, señores romanos, qué bien guisa mi Proserpina! ¡Es toda una artista!

—¡Silencio!

El grueso romano.—Bueno, he soñado esta noche que la Roma fundada por nosotros se desmoronaba. Casa por casa, piedra por piedra...

—¿Por qué no vienen nuestras mujeres? Tienen una visita, y la cortesía más elemental exige que salgan.

—Probablemente estarán vistiéndose.

—¡Qué coquetas son! Lo lógico sería que no se emperejilasen mucho para sus antiguos maridos, y, sin embargo... ¡No, no comprenderé nunca la psicología femenina!

El grueso romano.—¡Cielos, qué sed tengo!

Y esos sabinos parece que están petrificados... Se los tomaría por ídolos de piedra. ¡Si al menos tocasen algo con sus trompetas!

—¡Mirad, se mueven!