burlase de nosotros, la misma antigua dirección. Al fin nos dió este terrible informe: «Partieron sin dejar señas.» Pero no quedamos contentos con esta gestión. ¿Recordáis, señores sabinos, lo que hicimos por añadidura? (Los sabinos guardan silencio.) He aquí una exposición sucinta, pero elocuente, de lo que hemos hecho en los diez y ocho meses que han transcurrido desde la desaparición de nuestras pobres mujeres: hemos publicado anuncios en los periódicos, prometiendo una recompensa a quien nos indique dónde se encuentran; hemos consultado a los astrólogos, que han tratado noches y noches, contemplando los astros, de encontrar la dirección apetecida...
—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?
Marcio. (Dirigiendo una mirada de reproche al que le ha interrumpido.)—Hemos matado millares de gallinas, patos y gansos para examinar sus entrañas y adivinar así la ansiada dirección. Todos nuestros esfuerzos han sido vanos. Los dioses todopoderosos no han querido coronarlos de éxito. Las estrellas a que nos hemos dirigido sólo nos han contestado una cosa: «Partieron sin dejarse ñas.» ¡Sí, sin dejar señas! (Los sabinos lloran.)
—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?
Marcio.—Sí, señores sabinos, es una respuesta bien extraña por parte de los astros. Pero continúo con orgullo la exposición de lo que hemos hecho. ¿Recordáis, señores sabinos, en qué se hallaban ocupados nuestros sabios juristas mientras los astrólogos consultaban las estrellas? (Los sabinos