manecer aquí uno o dos días. Esto, además, nos gusta mucho.
(Todos los romanos se levantan precipitadamente.)
Escipión. (Entusiasmado.)—¡Querida señora, estoy encantado! Os juro por la cabeza de Hércules, de Júpiter, de Venus, de Baco, de Afrodita, que todos nosotros... En fin, ya me comprendéis, ¿verdad? ¡Señores romanos de la antigüedad, al asalto!
Cleopatra.—Ahora iremos a dar un paseíto.
Escipión.—¡Todo lo que queráis, señoras! ¡Señores romanos de la antigüedad, adelante! ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡No todos a una! ¡Cada cual cuando le toque!
(Coge a Cleopatra del brazo y se la lleva hacia las montañas. Tras él marchan los demás romanos, cada cual con su sabina del brazo.)
—¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡En filas apretadas!
(Pablo Emilio, solo, recorre con gesto desesperado la escena.)
Pablo Emilio.—¿Dónde está la mía? ¡Esperad, señores romanos de la antigüedad! ¡Se me ha perdido! ¿Dónde está?
(Verónica permanece un poco a distancia, con los ojos bajos, como una novia. Pablo se dirige a ella.)
Pablo Emilio.—Señora, ¿no la habéis visto?
Verónica.—¡Qué bestia eres!
Pablo Emilio.—¿Yo?
Verónica.—Sí, tú. ¡Eres un bestia!
Pablo Emilio.—¡Me insultáis, señora!