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tros juramentos? (Dirigiéndose a las demás mujeres.) ¿Oís, señoras? ¡Se congratulan de no ser nuestros maridos!

Escipión.—¡No, no es posible! Es una lógica que no entiendo. Os ruego que acabéis.

Cleopatra.—¿Y si no quiero?

Escipión.—Entonces... entonces, ¡podéis largaros!

Cleopatra.—¿Cómo?

Escipión.—Sí, podéis largaros todas. Id a bus car a vuestros maridos. Estamos hasta la coronilla. ¡Por la cabeza de Hércules! Si hemos fundado a Roma, no ha sido para volvernos después locos con vuestra estúpida argumentación.

Cleopatra.—¿Estúpida?

Escipión.——¡Idiota, si os parece poco!

Cleopatra. (Llorando.)—¡Me insultáis!

Escipión.—¡Oh, Júpiter! ¡Está llorando! Pero vamos, señora, ¿qué queréis de mí? No puedo más. Aunque soy un antiguo romano, vais a hacerme perder el juicio. ¡Cesad de llorar, os lo ruego!

Cleopatra.—Entonces, ¿nos dejáis partir? (Llora con mayor desconsuelo.)

Escipión.—¡Desde luego! Estáis libres. Id en busca de vuestros maridos. ¿Verdad, señores romanos? ¿Pueden partir?

El grueso romano.—¡Naturalmente! Que se vayan; raptaremos a las mujeres de los etruscos.

Escipión.—¡Qué mujeres, Dios mío! Toda paciencia es poca para soportarlas.

Cleopatra. (Llorando.)—¿Palabra de honor?