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una, ocultándonos uno tras otro y sin apresurarnos. Si no hemos tenido miedo de los maridos...

El grueso romano.—¡Lo de menos son los maridos!

(Entre las mujeres se oyen suspiros y llantos.)

—¡Silencio! Nos están oyendo.

—¡Este diablo de Marco Antonio, con su manera de gritar!... Además, ¿por qué hablar de los maridos y molestar a las pobres mujeres? Así, pues, señores, ¿os conviene mi plan?

—¡Sí, sí!

—¡Entonces, señores, adelante!

(Los romanos se aperciben al ataque; las mujeres a la defensa. En vez de lindos rostros, no se ven sino uñas agudas, prontas a caer sobre la cara y los cabellos. Se oyen voces femeninas, parecidas al silbo de la serpiente. Los romanos operan con arreglo al plan concebido; es decir, ocultándose uno tras otro. Pero con esta estratagema, en vez de avanzar retroceden y acaban por desaparecer de escena. Las mujeres sueltan la carcajada. Los romanos reaparecen, visiblemente confusos.)

—Creo, Escipión, que hay un defecto en tu plan. Queriendo avanzar, hemos retrocedido, que diría Sócrates.

El grueso romano.—¡Yo no comprendo!

Pablo Emilio.—Señores romanos, ¡seamos valerosos! ¿A qué nos exponemos? ¿A uno o dos arañazos? Bien puede arrostrarse tal peligro por apoderarse de esas divinas criaturas. ¡Adelante, romanos! ¡Al asalto!