—Has hecho mal en coger a una mujer tan gorda. Yo he cogido una pequeñita, delgada, y...
—Sí; pero, con todo, veo que tiene buenas garras. Llevas en el rostro señales abundantes.
—¡Tiene garras de gata!
—Todas parecen gatas. He tomado parte en cien batallas; he recibido sablazos, bastonazos, pedradas, hasta murallazos, y nunca he pasado un rato tan malo. Sospecho que ha desfigurado mi bella nariz romana.
—Y a mí, si no fuera afeitado completamente, como cuadra a un romano de la antigüedad, me hubiera arrancado hasta el último pelo. Esas mujeres tienen unos deditos encantadores, con unas uñas finísimas. Las comparáis con las gatas, y las gatas son ángeles comparadas con ellas. La mía ha venido arrancándome concienzudamente, durante todo el camino, el vello del labio superior. Estaba tan absorta en este trabajo, que ni siquiera gritaba.
Un grueso romano. (Con voz de bajo profundo.)—La mía, metiendo las manos por debajo de mi armadura, me hacía cosquillas. He venido todo el camino riéndome como un loco.
(Las sabinas, al oír esto, prorrumpen en una risita llena de ironía mordaz y venenosa.)
—¡Silencio, nos están oyendo! Señores, dejad vuestras quejas; de lo contrario, perderemos su estimación. Mirad a Pablo Emilio: ahí tenéis un hombre que sabe conducirse con dignidad.
—Sí, está reluciente como la aurora.