fuera la de un hombre vivo, sino la mascarilla de un cadáver. No parecía ni un espía ni uno de los que los espías se dedican a perseguir.
—¡Mira cómo eres!—balbuceó Krilov.
¿Por qué tenía aquella cara estúpida? ¿Quién se había atrevido a dársela?
Una gruesa lágrima cayó de sus ojos. Apretando los dientes, se afeitó la otra mitad de la barba, y, tras una corta vacilación, se afeitó también el bigote. Miróse de nuevo al espejo. Al día siguiente todos se reirían al verle así. Y, sin embargo, en otro tiempo era muy otra aquella cara.
Con gesto decisivo, asió fuertemente la navaja, echó atrás la cabeza y, con suavidad, se pasó dos veces por la garganta el contrafilo de la hoja. No hubiera estado mal degollarse; pero no pudo.
—¡Cobarde! ¡Canalla!—dijo en alta voz y tono indiferente.
Su rostro en el espejo, aunque movió los labios, permaneció gris, muerto. Podía ser golpeado, escupido; permanecería siempre igual; guiñaría los ojos con mayor ligereza, y nada más.
Al día siguiente, todos se reirían de aquella cara: los colegas, los discípulos, los porteros. Su mujer se reiría también.
Hubiera querido encolerizarse, llorar, romper el espejo, hacer algo violento; pero su alma estaba vacía, sin vida. Sólo deseaba una cosa: dormir. «Como he respirado demasiado tiempo el aire frío...», se dijo, bostezando. El otro, en el espejo, también bostezó.