tos... ¡Doce años! Y es mi mujer, la compañera de mí vida, a quien se lo doy todo... mis pensamientos, mi dinero...
Luego volvió la espalda y empezó a llorar. Ella no comprendía por qué lloraba: si por ser espía, en efecto, o por no serlo. Tuvo piedad de él. Se sintió, al mismo tiempo, ofendida por sus palabras, y empezó a llorar a su vez.
—Siempre lo mismo—dijo lloriqueando—. Siempre soy yo la culpable. ¿Para qué casarse con una idiota?
Krilov se volvió hacia ella y, airadísimo, balbuceó:
—¡Dios mío! ¡Doce años! Si mi mujer puede creer que soy en realidad espía... ¡Qué estúpida eres! ¡Qué idiota!
—Vamos, ¿quieres acabar con tus insultos?—protestó ella—. ¡Tú haces las porquerías, y luego soy yo la responsable!
Krilov se puso aún más furioso.
—¿Qué porquerías? ¿Crees que soy espía, pues? Di: ¿soy espía, o no lo soy?
—¿Como quieres que yo lo sepa? ¡Puede que sí!
Rabiosos, locos de odio y de cólera, los dos desgraciados siguieron cambiando durante largo rato insultos, llorando, gritando, jurando. Al fin, cansados, postradísimos, olvidada la ruda querella que acababa de tener lugar entre ellos, se sentaron uno junto a otro y comenzaron a hablar tranquilamente. Los niños se pusieron de nuevo a jugar y a hacer ruido en la habitación próxima.