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se acordó. Hacía cinco años, con motivo de un registro practicado por la policía en casa de un colega suyo, se había asustado tanto que había arrancado de su diario las páginas comprometedoras y las había quemado. Asunto concluido; no había ya para qué buscar.

La cabeza baja, el rostro oculto entre las manos, permaneció inmóvil largo rato ante su diario devastado. La habitación estaba mal alumbrada por una bujía—no había tenido tiempo de encender la lámpara—y llena de sombras negras, inquietantes. En las habitaciones próximas jugaban los niños, gritando y riendo. Se oía el ruido de los platos en el comedor, donde hablaban, iban y venían; pero allí, en su gabinete, todo estaba en silencio como en un cementerio. Si un pintor hubiera visto aquel aposento obscuro y triste, con el montón de libros y de cuadernos por el suelo, con aquel hombre inclinado sobre la mesa, dolorosamente cabizbajo, hubiese pintado un cuadro titulado «A punto de suicidarse».

«Las páginas ardieron—pensó con dolor Krilov—; pero puedo acordarme de su contenido. Lo escrito en ellas existe; sólo necesito recordarlo.»

Y lo intentó, sin encontrar en su memoria sino detalles insignificantes: la forma de las páginas arrancadas, la escritura, hasta los puntos y las comas. Lo esencial, lo principal, se había perdido para siempre y no resucitaría ya. Había vivido, y a la sazón ya no existía, como vive y muere todo sobre la tierra. Las bellas palabras habían des-