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El portero le miraba sonriendo amistosamente.

—Yo quería...—comenzó Krilov; pero el otro le interrumpió de nuevo:

—Naturalmente, no hay que tener pelo de tonto en su oficio de ustedes, y, además, es preciso que en la fisonomía no haya nada de extraordinario que llame la atención. He visto a un colega de usted en extremo desfigurado, con un ojo de menos...

—¡Vamos, vamos!—exclamó Krilov—. No tengo tiempo que perder. No me ha respondido usted aún.

Abandonando, con un disgusto manifiesto, aquel interesante tema, el portero preguntó cómo era la muchacha a quien se refería. Cuando el otro le hubo hecho una descripción de su exterior, dijo:

—Ya caigo. Es la señorita Ivanov. Viene a ver a sus amigos del tercero derecho... No deben tirarse las colillas al suelo; ¡no las barrerás tú después!

Cuando Krilov salía ya, oyó al portero despedirle con estas palabras:

—¡Atajo de gandules!

«¡Canalla!»—contestó mentalmente Krilov, acelerando el paso y buscando con la vista un coche. ¡En seguida, a casa! De pronto recordó que tenía su diario, y que en tal diario había escrito en cierta ocasión—hacía mucho tiempo, cuando era aún estudiante—algo muy radical, atrevido y bello. Con todo lujo de detalles acudió a su imaginación aquella velada inolvidable, y pensó en su cuartito, en el tabaco esparcido sobre la mesa, en el orgullo