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—Anteayer vino también uno de ustedes... Uno rubio, con grandes bigotes. ¿Le conoce usted?

—¿No he de conocerle?... Rubísimo.

—Hay muchos como usted... que recorren las calles...

—¡Escuche!—protestó Krilov—. Todo eso me tiene sin cuidado. Sólo vengo...

El portero no hizo caso de sus palabras y continuó:

—¿Cuánto cobra usted al mes? El rubio me dijo que cincuenta rublos. No es mucho.

—¡Doscientos!—dijo Krilov, observando con una alegría maligna que el rostro del portero expresaba casi el entusiasmo.

—¡Oh, doscientos! Eso es otra cosa... ¿Quiere usted un cigarrillo?

Krilov aceptó con reconocimiento el cigarrillo que le tendía el portero, y echó de menos su pitillera japonesa, su gabinete de trabajo, los cuadernos azules de los colegiales que él debía corregir y que le parecían ahora tan gratos al alma.

Encendió el cigarrillo y casi sintió náuseas: el tabaco era desagradable, mal oliente. «Un verdadero tabaco de espía»—se dijo Krilov.

—¿Les pegan a ustedes con frecuencia?—preguntó el portero.

—Pero escuche...

—El rubio asegura que nunca le han pegado, y yo no lo creo. Es imposible que no les peguen a ustedes. Como no les rompen ningún hueso, no tiene importancia. Por doscientos rublos al mes, bien puede uno resignarse a eso. ¿Verdad?