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Volvió sobre sus pasos, llegó a la casa y, tras una corta vacilación, abrió con trabajo la puerta. Entró, con gesto decidido y severo. En el umbral de su habitáculo apareció el portero, sonriendo cortésmente.

—Escuche usted, amigo mío... Una joven estudianta acaba de entrar. ¿En qué piso vive?

—¿Por qué le interesa a usted?

Krilov le miró de un modo significativo a través de sus gafas, y el portero comprendió en seguida; hizo con la cabeza un signo que daba a entender que adivinaba lo que llevaba allí a Krilov y le tendió la mano.

—¡Qué confianzudo!—se dijo Krilov; pero estrechó con fuerza la mano dura e inflexible como una plancha.

—¡Entremos en mi casa!-—invitó el portero.

—¿Para qué? Yo sólo quería...

Al ver que el portero entraba ya en su habitación, Krilov, apretando los dientes de rabia, le siguió dócilmente.

«¡También me ha tomado por un espía este canalla!»

El habitáculo era reducidísimo. Sólo había en él una silla, en la que se sentó el portero, sin ceremonia.

«¡Qué indecente! Ni siquiera me invita a sentarme!», pensó Krilov.

El portero le examinó, con mucha calma, de pies a cabeza, con una mirada indiferente e insolente a la vez, y, tras un corto silencio, dijo: