dos el teclado de un piano, y los halló vacíos, desprovistos de sentido.
«¡Vamos, señorita!—balbuceó con la cabeza baja y gesticulando—. Es idiota creer que soy un espía. ¿Yo espía? ¡Qué insensatez! Voy a demostrárselo a usted. Mire usted, yo soy...»
Después, el vacío, la nada. ¿Qué podía decir en su favor? En su mundo se le consideraba un hombre inteligente, bueno, justo, y probablemente había motivos para ello.
No hacía mucho tiempo le había comprado un corte de traje a su suegra, y su mujer le había dicho: «¡Eres demasiado bueno!» Pero ¿aquello probaba algo? Los espías también podían ser obsequiosos con sus suegras...
Sin darse cuenta, Krilov, automáticamente, volvió a la casa donde había entrado la estudianta, y ni aun lo advirtió. Sólo sabía que era tarde, que estaba rendido y que tenía ganas de llorar, como un colegial castigado. Luego alzó los ojos, miró la casa y la reconoció.
«¡Sí, es la maldita casa! ¡Qué aspecto más desagradable!»
Se alejó con paso rápido, como de una bomba de dinamita, y poco después se detuvo y comenzó de nuevo a reflexionar.
«Lo mejor sería escribirle a esa muchacha. Naturalmente, sin firmar. En esta forma, por ejemplo: «Señorita, un hombre a quien ha tomado usted por un espía...» Y seguir así, punto por punto. Sería tonta si no me creyese.»