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to, exclamó de repente: «¡Insisto en la necesidad de la reforma radical de la enseñanza!» Naturalmente, aquello provocó un escándalo. Desde entonces todo el mundo se acordaba de aquel incidente, y en cuanto veía al viejo, le preguntaba: «Bueno, ¿qué hay de las reformas?» Y todos le consideraban un hombre muy radical... ¿Y él, Krilov? Cuando bebía una copa de más, se dormía, o empezaba a llorar y abrazaba a todo el mundo. Una vez abrazó hasta al criado. Pero aun en estado de embriaguez se guardaba de decir nada excesivo, y no protestaba contra nada. En fin, hay hombres que creen en Dios y los hay que no creen. ¿Y él?

«Veamos. ¿Existe Dios? ¿Sí o no? No lo sé, no sé nada. ¿Y yo? ¿Existo yo?»

Krilov siente un escalofrío: ni siquiera tiene una idea clara de si existe o no existe. Alguien está sentado en un banco del bulevar y fuma; ¿pero es él, en efecto? Los árboles, la menuda lluvia que cae, los faroles encendidos, todo es incomprensible, desprovisto de sentido, misterioso.

Se levantó bruscamente y se fué.

«¡Tonterías! Son los nervios. Además, no se trata de convicciones, sino de actos. Sí, de actos; eso es lo esencial.»

Y tampoco recordó actos suyos. Era un empleado, un padre de familia; pero ¿dónde estaban sus actos? ¿Qué había hecho? Buscó en los repliegues de su memoria, recorrió mentalmente los años pasados, como se recorre con los de-