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de demostrar que no es espía. Si alguien—la muchacha, por ejemplo—le acusara de serlo, no habría en su vida nada preciso, claro y convincente que oponer a la acusación.

El terror invadió su alma. ¿Dónde estaban sus convicciones, su profesión de fe? Su espíritu hallábase vacío, y no veía nada seguro sobre qué poder apoyarse para no caer en el fondo de aquel abismo negro, espantoso.

«Mis convicciones—balbuceó, imaginándose que se encontraba ante los jueces—. Todo el mundo conoce mis convicciones. Estoy convencido de que...»

Busca en los repliegues de su memoria algo claro, preciso, fuerte, y no encuentra nada. ¿Es posible que no tenga ni una convicción seria? «Estoy convencido, Ivanov, de que usted no ha estudiado su lección de aritmética.» ¡No, no es eso! Luego recuerda fragmentos de artículos de periódico, de discursos que ha oído; ¿pero qué piensa él? ¿Cuáles son sus convicciones? ¡No las tiene! Hablaba y pensaba como hablaban y pensaban los demás, y encontrar sus propias ideas, sus propias palabras, era tan imposible como encontrar en un montón de trigo un grano determinado. Sucede a veces que alguien dice algo fuerte, violento, que queda grabado en la memoria de los demás, aunque lo diga en estado de embriaguez o sin reflexionar. No muchos años antes, el maestro de caligrafía de su colegio, un viejecito modesto y callado, en una comida en casa del director, como hubiera bebido algo más de lo jus-