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Krilov se estremeció de pies a cabeza.

Si le veía, se lo señalaría inmediatamente a toda su banda con el dedo, diciendo en alta voz: «¡Miradle, es un espía!»

«Tendré que dejar de llevar gafas y cortarme la barba—pensó Krilov—. Si pierdo la vista, ¿qué le vamos a hacer? Además, el médico quizá se engañe y puede que yo no necesite gafas. En cuanto a la barba... verdaderamente no me cambiará mucho el quitármela. Más que una barba, es una perilla insignificante. Ni siquiera se notará que me la he quitado.»

«¡Hasta mi barba crece menos que la de los demás!—pensó con disgusto—. Pero todo esto son tonterías. Aunque me reconozca, no hay por qué apurarse. Sería necesario probar que soy espía, probarlo serena, lógicamente, como se hace con los teoremas.»

Se imaginó una reunión de jóvenes de largos cabellos, ante la que él demostraba, con voz firme y tranquila, su inocencia. Todo era claro, convincente. Las frases se seguían en un orden perfecto, como fórmulas matemáticas unidas por signos de igualdad. «De esta suerte, señores, podrán ustedes advertir...»

Con una dignidad severa se pone bien las gafas y sonríe despectivamente. Después reanuda sus pruebas y se percata, con horror, de que la lógica y las fórmulas exactas están muy a menudo en contradicción con la vida; de que en la vida hay poca lógica y de que él no encuentra manera