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muy cómodo, haber comido, haber tomado el te calentito y estar tendido en el canapé, leyendo el periódico y sin la menor inquietud. Al otro día, sábado, se jugaba a las cartas en casa del inspector... Y en lugar de estar en su casa, tiritaba de frío allí, en aquella maldita callejuela, ante aquella maldita casa, albergue de estudiantes melenudos. ¿Qué había ido a hacer en tal sitio?

De repente, se abrió la puerta de la casa y se volvió a cerrar con violencia, después de dar paso a dos estudiantes.

Ambos, con paso rápido y resuelta actitud, se dirigieron hacia él.

Lleno de terror, huyó precipitadamente. Corrió a través de la niebla enloquecido, jadeante, atropellando a los transeuntes, tropezando con los faroles, los caballos, los coches. Se detuvo en una ancha avenida, que le costó mucho trabajo reconocer. Todo se hallaba alrededor desierto y silencioso. Caía una menuda lluvia. No se veía ya a los estudiantes.

Encendió con mano trémula un cigarrillo, y apenas se lo hubo fumado, encendió otro.

«¡Vaya una aventura!—se dijo—. Será un milagro que no me resfríe. Acaso la tuberculosis en perspectiva... Por fortuna, no me han dado alcance los estudiantes, aunque corrían de lo lindo. Uno no cesaba de gritar: «¡Alto!» ¡Era terrible!»

Tres estudiantes aparecieron a alguna distancia. Krilov los miró con ojos espantados y se aleó a toda prisa.