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Pero el sitio que dejaba libre el envoltorio era demasiado estrecho, y no podía pasar. Por el otro lado impedían el paso el conductor y el comerciante grueso y rojo. Este último fingía no darse vuenta de que Krilov quería descender.

—¡Pero déjeme usted pasar!—exclamó Krilov con cólera—. Conductor, ¿oye usted? ¡Reclamaré!

—¡Señor, haga el favor de dejar paso!—dijo el conductor, dirigiéndose al comerciante.

El cual miró a Krilov y se apartó un poco, tan poco, que el otro apenas pudo pasar, y hasta hubiera jurado que el comerciante le oprimía ex profeso con su voluminoso cuerpo. Sofocado, Krilov saltó, por fin, a tierra y empezó a correr, a la ventura en persecución de la muchacha.

La alcanzó en una estrechísima callejuela. Marchaba de prisa, dirigiendo miradas atrás. Al divisar a alguna distancia a Krilov, casi echó a corer, no disimulando ya el temor. Krilov apresuró también el paso. En aquella callejuela obscura y desconocida, donde sólo se hallaban él y la muchacha, experimentó un malestar muy parecido al miedo.

«¡Hay que acabar!»—se dijo.

Sin embargo, siguió corriendo, casi ahogándose de fatiga.

La muchacha se detuvo a la puerta de una gran casa, con muchos pisos. Cuando se disponía a abrir, Krilov se acercó a ella y, sonriendo amistosamente, la miró a los ojos. Con la sonrisa quería decirle que la broma se había terminado y que ya no