te negro, con un dedo algo descosido, temblaba un poco. Le daban vergüenza aquel guante y aquel dedo minúsculo, tímido, desamparado; pero no tenía fuerza para levantar la mano.
«¡Muy bien! ¡Muy bien!—pensaba Krilov—. Estoy muy contento. De buena gana huirías; ¡pero no, pequeña! Será una buena lección para ti. Esto te enseñará a ser más prudente. ¡La vida no es lo que tú te creías!»
Se imaginó la vida de aquella muchacha. Era tan interesante como la de un espía; pero había en ella algo que no conocían los espías: una arrogancia, una mezcla armónica de lucha, de misterio, de horror y de alegría... Era perseguida, y hay algo de singularmente delicioso en que un malvado, hostil y temible, tienda las manos aprehensoras a nuestra garganta y prepare, hilo por hilo, la cuerda para estrangularnos. ¡En tales momentos, el corazón late con tanta violencia, se ilumina la vida con una luz tan fúlgida y se la ama con tanto ardor!
Con disgusto, Krilov dirigió una mirada a su viejo gabán, al botón que colgaba con un pedazo de la tela; se imaginó su rostro amarillo y agrio, que detestaba, hasta el extremo de no afeitarse sino una vez al mes; sus ojos, con gafas azules, y se convenció, con un placer maligno, de que parecía, en efecto, un espía. Sobre todo, a causa de su botón colgante; los espías no tienen a nadie que pueda coserles los botones, y todos deben de llevar colgando del gabán un botón de que no pueden servirse.