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el moribundo, éste, haciendo acopio de todas sus fuerzas, exclamó:

—¡Aborrezco a ese diablo negro!

Sin embargo, un minuto después, como se acordase de su excelencia, del subsidio que le habían dado, de su subjefe, de Nastenka, y viese a su mujer llorar, añadió, con voz dulce:

—Me encantan las negras... Hay en ellas algo exótico.

Procuró iluminar su rostro con una sonrisa feliz, y con la sonrisa en los labios se fué al otro mundo.

La tierra le acogió indiferente, sin preguntarle si le gustaban o no le gustaban las negras, y mezcló sus huesos con los de otros muertos. Pero en los círculos burocráticos se habló todavía mucho tiempo de aquel hombre original, a quien volvían loco las negras y que encontraba en ellas algo exótico.