subjefe. Le recibieron como a un héroe, y todos parecían muy contentos, excepto Nastenka, que se iba a su cuarto de vez en cuando a llorar a sus anchas, y que, para ocultar las huellas del llanto, se ponía tantos polvos que se desprendían de su faz en tanta abundancia como la harina de una piedra de molino.
Durante la cena todos felicitaban al novio y brindaban en honor suyo. El propio subjefe, que se había excedido un poco en la bebida, le dirigió una pregunta algo turbadora:
—¿Podría usted decirme de qué color serán los niños?.
—¡Serán a rayas!—observó Polsikov.
—¿Cómo a rayas?—exclamaron, asombrados, los asistentes.
—Muy sencillo: una raya blanca, otra negra; una raya blanca, otra negra... Como las cebras—explicó Polsikov, a quien le inspiraba gran lástima su desgraciado amigo.
—¡No, no es posible! —exclamó Kotelnikov, poniéndose muy pálido.
Nastenka no podía ya contener las lágrimas, y, sollozando, huyó a su cuarto, llenando de emoción a los asistentes.
Durante dos años, Kotelnikov pareció el hombre más feliz de la tierra, y daba gusto verle. Hasta fué recibido un día con su mujer por el propio director. Cuando llegó a ser padre de un hijo se le dió, a modo de subsidio, una suma bastante crecida, y se le ascendió.