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Esperaba así tomar revancha; pero todos comprendieron que una barba, no ya como aquélla, sino policroma, no tenía importancia comparada con una pasión extravulgar por las negras.

—¡Afirma ese hombre original que hay en las negras algo exótico!—añadió su excelencia.

Poco a poco, la popularidad de Kotelnikov en los círculos burocráticos de la capital llegó a ser muy grande. Como sucede siempre, quisieron imitarle; mas sus imitadores sufrieron fracasos lamentables. Uno de ellos, un viejo escribiente que contaba veintiocho años de servicio y sostenía una numerosa familia, declaró de repente que sabía ladrar como un perro, y no tuvo ningún éxito. Otro empleado, muy joven aún, simuló estar perdidamente enamorado de la mujer del embajador chino; durante algún tiempo logró atraer sobre él la atención y aun la compasión; pero la gente experimentada no tardó en comprender que aquello no era sino una imitación miserable de una auténtica originalidad, y todos le volvieron con desprecio la espalda.

Hubo otras muchas tentativas de la misma índole. En general, notábase entre los empleados públicos cierta inquietud de ánimo, que se traducía en enfuerzos por ser original.

Un joven de buena familia, no logrando encontrar medio de ser original, acabó por decirle a su jefe una porción de groserías, y, naturalmente, tuvo que abandonar al punto su empleo.

Kotelnikov se creó muchos enemigos. Afirmaban