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—...¿Que a usted le gustan las negras?

—¡Sí, excelentísimo señor!

El director miró con ojos asombrados a Kotelnikov, y preguntó:

—Pero vamos... ¿por qué le gustan a usted?

—¡Ni yo mismo lo sé, excelentísimo señor!

Kotelnikov sintió de pronto que el valor le abandonaba.

—¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿Quién va a saberlo, pues? Pero no se turbe usted, joven. Sea franco. Me place ver en mis subordinados cierto espíritu de independencia... naturalmente, si no traspasa ciertos límites definidos por la ley. Bueno, dígame francamente, como si hablase usted con su padre, por qué le gustan las negras.

—¡Hay en ellas algo exótico, excelentísimo señor!

Aquella noche, en el Club Inglés, jugando a la baraja con otras personas importantes, su excelencia dijo entre dos bazas:

—Tengo en mi departamento un empleado a quien le gustan las negras. Pásmense ustedes. ¡Un simple escribiente!

Sus compañeros de juego eran también excelencias, directores de departamento, y experimentaron al oírle un poco de envidia; cada uno de ellos tenía también a sus órdenes un ejército de empleados; pero eran todos hombres grises, opacos, sin ninguna originalidad, vulgares.

—Y yo, pásmense ustedes—dijo una de las excelencias—, tengo un empleado con un lado de la barba negro y el otro rojo.