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—¿Por qué justamente las negras?—preguntábale.

Todos estaban contentos, y cuando Kotelnikov se fué, hablaron de él con afecto. Nastenka llegó a declarar que era víctima de una pasión enfermiza. Lo cierto era que a ella le había caído en gracia. Nastenka también le causó cierta impresión a Kotelnikov; pero él, como hombre a quien sólo le gustaban las negras, creyó de su deber ocultar su inclinación hacia la muchacha, y, sin dejar de ser cortés, manifestóse con ella un poco reservado.

Al volver a casa por la noche, se puso a pensar en las negras, en su cuerpo color de betún, cubierto de sebo, y le parecieron repulsivas. Al imaginarse que abrazaba a una, sintió náuseas y le dieron ganas de llorar y de escribirle a su madre, residente en provincias, que acudiera inmediatamente como si un grave peligro le amenazase. Al cabo logró dominarse. Cuando a la mañana siguiente llegó a la oficina, bien peinado y vestido, con una corbata encarnada y cierta cara de misterio, no cabía duda de que a aquel hombre le encantaban las negras.

Poco tiempo después, el subjefe, que manifestaba un gran interés por Kotelnikov, le presentó a un revistero de teatros. Este, a su vez, le condujo a un café cantante y le presentó al director, el señor Jacobo Duclot.

—Este señor—dijo el revistero al director, haciendo avanzar a Kotelnikov—adora a las negras.