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tus negras. Estoy tan contento, que tengo ganas de armar un escándalo.

—A pesar de todo, no lo comprendo—insistía Polsikov—. Del color del betún... Para mí, ni siquiera son mujeres.

—¡No, amigo, te engañas!—insistía a su vez Kotelnikov—. Porque, mira, hay algo en las negras...

Iban tambaleándose un poco, ligeramente borrachos, hablando en alta voz, tropezando con la gente y muy satisfechos de sí mismos.

Una semana después, todo el departamento sabía ya que al empleado público Kotelnikov le gustaban mucho las negras. Algunas semanas más tarde, este hecho era ya conocido por los porteros de todo el barrio, por los solicitantes que acudían a la oficina, hasta por el agente de policía de servicio en la esquina de la calle. Las señoritas mecanógrafas de las secciones vecinas se asomaban un instante a la puerta para ver al hombre original a quien le gustaban las negras. Kotelnikov recibía estas muestras de atención con su modestia habitual.

Un día se decidió a hacer una visita a su subjefe; mientras tomaba te con confitura de cerezas, hablaba de las negras y de algo exótico que había en ellas. Las muchachas menores parecían un poco confusas; pero la mayor, Nastenka, que gustaba de leer novelas, estaba visiblemente intrigada e insistía en que Kotelnikov le explicase las verdaderas razones de su afición a las negras.