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empezaron a discutir, asegurando que no era posible que gustasen las negras; además de ser negras, tenían la piel como cubierta de barniz, y los labios gruesos, y olían mal.

—¡Y, sin embargo, me gustan!—insistió modestamente Kotelnikov.

—¡Allá usted!—dijo el subjefe—. Yo, por mi parte, detesto a esas bestias color de betún.

Todos sintieron una especie de satisfacción al pensar que había entre ellos un hombre tan original que se pirraba por las negras. Con este motivo, los comensales de Kotelnikov pidieron seis botellas más de cerveza. Miraban con cierto desprecio a las otras mesas, en las que no había un hombre de tanta originalidad.

Las conversaciones terminaron. Kotelnikov estaba orgullosísimo de su papel. Ya no encendía él sus cigarrillos, sino que esperaba a que el criado se los encendiese.

Cuando las botellas de cerveza estuvieron vacías, se pidieron otras seis. El grueso Polsikov dijo a Kotelnikov en tono de reproche:

—¿Por qué no nos tuteamos? Ya que desde hace tantos años trabajamos juntos...

—¡No tengo inconveniente! ¡Con mucho gusto!—aceptó Kotelnikov.

Tan pronto se entregaba de lleno a la alegría de verse, al fin, comprendido y admirado, como sentía el vago temor de que le pegasen.

Después de beber «Brudeschaft»—Hermandad— con Polsikov, bebió con Troitzky, Novoselov y