absurdo bigote y sus pecas, semejantes a las salpicaduras de barro lanzadas por un automóvil. Observaron también que no vestía mal y que llevaba un cuello muy limpio.
El subjefe, después de fijar largamente su mirada de asombro en Kotelnikov, dijo:
—Pero Semen...
—¡Semen Vasilievich!—pronunció con cierta dignidad, Kotelnikov.
—Pero Semen Vasilievich, ¿le gustan a usted las negras?
—Sí, me gustan mucho.
El subjefe miró con ojos de pasmo a todos los empleados sentados a la mesa, y soltó la carcajada:
—¡Ja, ja, ja! ¡Le gustan las negras! ¡Ja, ja, ja!
Y todos se echaron a reír, incluso el grueso y enfermizo Polsikov, que no se reía nunca. El mismo Kotelnikov se rió, un poco confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: el de que aquello le causase disgustos.
—¿Lo dice usted seriamente?—preguntó el subjefe cuando acabó de reírse.
—¡Y tan seriamente! Hay en las mujeres negras un gran ardor y algo... exótico.
—¿Exótico?
Se echaron de nuevo a reír; pero al mismo tiempo todos pensaron que Kotelnikov era seguramente un hombre listo e instruído, cuando conocía una palabra tan extraña: «exótico». Luego