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a calmarlo; pero ocurría en ocasiones que el terror y la angustia eran tales que resultaban ineficaces todos los calmantes, y el enfermo seguía gritando. Entonces la angustia se les contagiaba a todos los habitantes de la clínica, y los enfermos, como muñecos mecánicos a los que se hubiera dado cuerda a la vez, empezaban a recorrer nerviosamente sus habitaciones, agitando los brazos y diciendo cosas estúpidas e ininteligibles. Todos, incluso los enfermos más apacibles, llamaban violentamente a las puertas e insistían en que se los dejase libres.

Asustada, a punto de perder el juicio, la enfermera llamaba entonces por teléfono al doctor Chevirev, que se encontraba en el restorán Babilonia, donde acostumbraba a pasar las noches. El doctor poseía el don de tranquilizar a los enfermos sólo con su presencia. Pero hasta mucho tiempo después de su llegada los enfermos balbuceaban cosas fantásticas detrás de la puerta de su cuarto y la clínica parecía un gallinero donde hubiera entrado, durante la noche, una zorra.

Pero esto ocurría raras veces y no se advertía fuera, porque el camino, por la noche, estaba completamente desierto. Además, los gritos, al través de los muros, parecían de hombres que estaban de broma, a lo que contribuían no poco ciertos enfermos, que cantaban en sus momentos de crisis.