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V. Blasco Ibañez

El primer capítulo de Los cuatro jinetes del Apocalipsis me lo proporcionó un viaje casual á bordo del último trasatlántico germánico que tocó en Francia.

Viviendo semanas después en el París solitario de principios de Septiembre de 1914, cuando se desarrolló la primera batalla del Marne y el gobierno francés tuvo que trasladarse á Burdeos por medida de prudencia, el ambiente extraordinario de la gran ciudad me sugirió todo el resto de la presente novela. Marchando por las avenidas afluentes al Arco de Triunfo, que en aquellos días parecían de una ciudad muerta y contrastaban por su fúnebre soledad con los esplendores y riquezas de los tiempos pacíficos, tuve la visión de «los cuatro jinetes», azotes de la Historia, que iban á trastornar por muchos años el ritmo de nuestra existencia.

Después de la batalla salvadora del Marne, cuando el gobierno volvió á instalarse en París, conversé un día con M. Poincaré, que era entonces presidente de la República.

Poincaré ama la literatura más que la política.

—Yo soy el abogado de los escritores—dice con orgullo, como si este fuese el mejor de sus títulos—. Yo defendí en todos sus pleitos á la Academia Gonconrt.

El presidente de la República quiso felicitarme por mis escritos espontáneos á favor de Francia en los primeros y más difíciles momentos de la guerra, cuando el porvenir se mostraba obscuro, incierto, y bastaban los dedos de una mano para contar en el extranjero á los que sosteníamos franca y decididamente á los Aliados.

—Quiero que vaya usted al frente-me dijo-, pero no para escribir en los periódicos. Eso pueden hacerlo muchos. Vaya como novelista. Observe, y tal vez de su viaje nazca un libro que sirva á nuestra causa.