radas de que los pilluelos se burlaran tanto en otro tiempo.
Y Pedro, vestido como un príncipe, más dichoso que un rey, entró en la pobre morada del tambor. Sus ojos tenian la limpidez de otros días, su rostro resplandecia como el sol. Estrechó á su madre entre sus brazos, ella besó sus ardorosos labios, llorando, pero como sólo se llora de dicha y felicidad. Él, saludaba todos los muebles del cuarto, el armario, las pobres alfombras, las tazas, el sillon en que siendo niño habia dormido. Fué á buscar el tambor de los incendios, lo puso en mitad de la habitacion, y le dijo, como tambien á su madre: « Á buen seguro, mi padre habria ejecutado hoy un redoble sonoro. A mí me toca hacerlo en su lugar. »
Y sacudió las daguillas de tal modo, que se habria dicho el fragor del trueno; el tambor quedó tan enorgullecido que reventó para que no le tocasen más, después de este redoble piramidal entre los redobles.
« Tiene una muñeca de bronce, dijo, unos dedos de hierro. Ahora tengo para siempre un recuerdo suyo. Y ¡su madre! se diría que la alegría que experimenta al volver á ver á su hijo la va á jugar una mala pasada. ¡Con tal que no la suceda lo que me acaba de suceder á mí! »
Fueron las últimas palabras del tambor de los incendios y el fin de la historia de Tesoro dorado.