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Cayo Cornelio Tácito.

por la descubierta enemistad que profesaba con Arulcio.

Y así Domicio, tomando tiempo para defenderse, y Marso después de haber determinado de matarse de hambre, alargaron la vida. Aruncio, á los amigos que le persuadian el diferir y esperar, respondió «que no eran honradas á todos unas mismas cosas: que habiendo ya vivido harto, no se arrepentía de otra cosa que de haber pasado la vejez con tantas ansias entre menosprecios y peligros, primero á causa de Seyano, y después de Macrón, siempre aborrecido de algún poderoso, no tanto por alguna culpa suya, cuanto por no poder sufrir las ajenas. Confieso, decía él, que es posible evitar los pocos y últimos días que le quedan de vida al príncipe; mas, ¿serálo por ventura el escapar de la juventud de su sucesor? Si en Tiberio, después de tan larga experiencia de todo, vemes que la fuerza del mandar ha causado en él tan gran mudanza, ¿qué hará en Cayo César, salido apenas de la niñez, ignorante de todas las cosas y criado entre los peores? Diremos por suerte que hará milagros con la guía de Macrón, el cual, elegido como peor para oprimir á Seyano, ha afligido á la república con mayores maldades. Yo anteveo una servidumbre mucho más rigurosa, y así me resuelvo á librarme á un mismo tiempo de las pasadas y de las venideras miserías». Dicho esto, que fué una verdadera profecía, se abrió las venas. Las cosas que sucedieron después mostraron lo bien que hizo Aruncio en quitarse la vida. Albucila, tentando en vano el puñal para matarse, fué por orden del senado puesta en prisión.

De los ministros de sus lujurias, Carsidio, sacerdote, varón pretorio, fué desterrado á una isia, y Poncio Fregelano, privado del orden senatorio; y las mismas penas fueron decretadas contra Lelio Balbo con aplauso universal, á causa de que Balbo con su terrible elocuencia se mostraba de ordinario prontísimo contra los inocentes.

En aquellos mismos días Sexto Papinio, de familia consular, escogió una súbita y extraña muerte, arrojándose de