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Cayo Cornelio Tácito.

tra Artabano, y afirmando que sólo tenía bueno el ser por su madre del linaje Arsacido, porque había degenerado en todo lo demás. Tiridates, restituido el gobierno de aquella ciudad al pueblo, consultaba sobre el día en que había de ser su coronación, cuando llegaron cartas de Frahates y de Hieron, que tenían dos de los gobiernos más principales, suplicándole se entretuviese un poco. Pareció conveniente el esperar á estos personajes de tanta autoridad. Fuese entretanto Tiridates á Ctesifon, silla y cabeza del imperio; mas difiriendo éstos de día en día su venida, Surena, en presencia de muchos que aprobaron este acto, con las usadas solemnidades le ornó de las insignias de rey.

Y si luego se hubiera hecho ver en el centro del reino, reprimiera las dudas en que estaban los que ponían largas al negocio, y confirmara la fe de todos. Mas entreteniéndose en un castillo donde Artabano había dejado el tesoro y sus concubinas, dió tiempo de arrepentirse de las convenciones hechas. Porque Frahates y Hieron, con los demás que por no haberse aplazado el día de la coronación no habían podido hallarse en ella, parte por miedo, parte por odio que tenían á Abdageses, que era todo el gobierno y la privanza del nuevo rey, se vuelven á la parte de Artabano, hallándolo en Hircania tan falto de todo, que vivía de la caza que podía matar con su arco. Espantóse al principio creyendo que se le urdía algún engaño; mas como después de asegurado, supo que venían para restituirle el reino, comenzando á cobrar ánimo, preguntó la causa de una mudanza tan repentina. Entonces Hieron comenzó á vituperar la juventud de Tiridates, diciendo «que no reinaba un Arsacida, sino un nombre vano de rey en un mancebo no guerrero, perdido y afeminado en las costumbres extranjeras; reduciéndose todo lo demás á la casa de Abdageses».

Conoció él, como práctico en el reinar, que éstos habían fingido la amistad con Tiridates y que no fingían el aborrecimiento, y así, sin aguardar á más que á juntar los soco-