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Cayo Cornelio Tácito.

enferma aquellos días, ó porque, vencida del dolor, no le bastase el corazón á ver con los ojos la grandeza del mal.

Yo creería que la detuvieron consigo Tiberio y Augusta, y que como ellos no salieron de casa, gustaron de acreditar su sentimiento por el mismo camino que le mostraba la madre del difunto.

El día que las cenizas se encerraron en el sepulcro de Augusto parecía Roma, ora un desierto por silencio, ora un infierno por los llantos. Las calles ocupadas, el campo Marcio lleno de hachas encendidas, los soldados armados, los magistrados sin sus insignias ordinarias, el pueblo dividido en sus tribus, gritando «que era llegada la ruina de la república y que ya no les quedaba esperanza»; y esto tan pronta y descubiertamente como si del todo se hubieran olvidado de que tenían señor. Pero ninguna cosa penetró más el corazón de Tiberio que el aplauso de la gente en general para con Agripina, á quien llamaban «honra de la patria, residuo de sangre de Augusto, único ejemplo de la antigüedad»; y vueltos al cielo rogaban por salud para su descendencia y que viviese más que los ruines.

Había quien deseara la pompa pública de aquellas funerallas conforme á las honras y magnificencias que hizo Augusto á Druso, padre de Germánico, que le salió á recibir hasta Pavía en medio del invierno asperísimo y sin apartarse jamás del cuerpo; que entró acompañándole en Roma, con el túmulo rodeado de estatuas de Claudios y de Julios; que fué llorado en el foro, alabado en los rostros (1); y que finalmente se hizo cuanto inventaron nuestros mayores, & acrecentaron los modernos. Donde en contrario á Germánico no se le hicieron cumplidamente las honras debidas y acostumbradas á cualquier hombre noble: que hu(1) Dábase este nombre á la tribuna establecida en el foro romano, á la cual subían los oradores para hablar al blo, llamada así por estar adornada con los espolones de las naves (rostra) cogidos á los Volscos de Antio en la guerra latina.