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Cayo Cornelio Tácito.

nencia en el apetito que en el menosprecio. A Suilio Cesonino y á Plaucio Laterano se perdonó la pena de muerte. A Plaucio por los muchos méritos de su tio paternal, y Cesonino fué defendido de sus propios vicios, como quien en aquella sucia y abominable compañía había servido de mujer.

Mesalina en tanto alargaba la vida en los huertos de Lúculo, componiendo peticiones, algunas llenas de confianza y otras de enojo: tan vencida la tuvo la soberbia hasta en los últimos accidentes. Y si Narciso no le hubiera solicitado la muerte, fuera posible que la ruina cayera sobre el acusador: porque Claudio, llegado á casa y recreado con un banquete aparejado en buena sazón, después que comenzó á calentarse del vino, mandó que se notificase luego á aquella miserable (usó, dicen, de esta misma palabra) que el día siguiente compareciese á defender su causa. Notado esto bien por los que estaban presentes, viendo que se amortiguaba la ira y que comenzaba a ocupar su lugar el amor, medrosos de que si llegaba la roche ya cercana y con ella la memoria del lecho conyugal se ablandaría del todo, toma Narciso el negocio á su cargo, y da orden con resoJución al tribuno y centuriones que estaban de guardia en palacio, que, en virtud de la que él tenía de César, fuesen luego á donde estaba Mesalina, y allí mismo la matasen; en viando con ellos á Evodo, uno de los libertos, por asistente y ejecutor. Este yendo con gran diligencia á los huertos, la halló tendida en tierra y sentada junto de ella á su madre Lépida; la cual, mal avenida con la hija en su prosperidad, novida al fia á compasión en aquel último trance, la estaba persuadiendo á que no aguardase al matador: que, estando ya al fin de su vida, no le quedaba que apetecer sino una honrada muerte. Mas en aquel ánimo estragado con todo género de sensualidades no podía caber ningún estímulo de honra ni de valor; y así no le respondía con otra cosa que con lágrimas y suspiros vanos. Entonces, rompidas las