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Cayo Cornelio Tácito.

con sola la vista del príncipe; y que así como en las casas y linajes particulares se suelen estimar más los parientes más cercanos en sangre, así tenía para con él más fuerza y autoridad el pueblo romano, y se hallaba obligado á obedecerle siempre que gustase de tenerle consigo.» Oía el vulgo estas ó semejantes cosas de buena gana, como amigo de deleites y pasatiempos, y temiendo (como quiera que éste era su mayor cuidado) alguna gran carestía en los mantenimientos con la ausencia del príncipe. El senado y los principales de la ciudad no se determinaban en dónde se mostraría más fiero y cruel para con ellos, ausente ó presente. Y á la postre, tal es la naturaleza y calidad de los grandes temores, temían á lo que sucedía por lo peor que les podia suceder.

El, pues, para ganar crédito de que en ninguna parte estaba tan alegre y con tanto gusto como en Roma, hacía banquetes en los lugares públicos, y se servía de toda la ciudad como de su propia casa. Referiré aquí uno de sus más celebrados y espléndidos banquetes que hizo aparejar por Tigelino, lleno de mil viciosas superfluidades y abominables lujurias, el cual nos podrá servir de ejemplo para excusarnos de contar muchas veces semejantes prodigalidades. Hizo, pues, fabricar en el estanque de Agripa una grande y capacísima balsa de vigas, sobre cuya plaza se hiciese el banquete, y ella fuese remolcada por bajeles de remo. Eran estos bajeles barreados de oro y marfil, de encaje, y los remeros mozos deshonestos y lascivos, compuestos y repartidos según su edad y abominables cursos de lujuria. Había hecho traer aves y fieras de diferentes tierras, y peces hasta del mar Océano. A las orillas y puntas del estanque había burdeles llenos de mujeres ilustres, y por otra parte se veían públicas rameras desnudas y baciendo gestos y movimientos deshonestos: y llegada la noche, el bosque, las casas y cuanto había alrededor del łago comenzó á resonar y á responder con ecos de infinitas