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Los anales.—Libro XIV.

con facilidad en alterándose las cosas de la república: que no faltaba ya sino que saliese de la provincia de Campania y viniese á Roma aquella á cuyo volver de ojos, aun estando ausente, se encendían tumultos y sediciones. ¿En qué he errado yo, señor mío, decía ella, ó en qué te ofendi jamás? ¿Por ventura, porque quiero dar verdadera sucesión á la casa de los Césares, querrá antes el pueblo ver en el trono imperial á la raza de un flautero egipcio? Añadió, finalmente, que si convenía así para el provecho público, llamase y trajese á su casa, antes de su voluntad que forzado, á la señora de ella; ó si no, que proveyese con justo castigo á la seguridad del imperio y suya: que los primeros movimientos se habían podido apaciguar con leves remedios, mas que en perdiendo la esperanza de que Octavia había de volver á ser mujer de Nerón, sabrían ellos muy bien buscarle marido.» Las palabras de Popea, acomodadas variamente á infundir temor y enojo, atemorizaron al que las escuchaba y juntamente le encendieron en cólera, mas era de poco momento la sospecha en el esclavo, y más después de purgada con el tormento que se dió á las criadas, que acabó de desvanecerle del todo. Parecióles, pues, el mejor camino buscar alguno que, á más de la confesión personal del adulterio, se le pudiese imputar con algún color el haber aspirado á cosas nuevas contra el estado; y para ello no hallaron persona más á propósito que el mismo Aniceto que trazó y ejecutó la muerte de Agripina, prefecto, como tengo dicho, de la armada de Miseno; el cual, cometida aquella maldad, había recibido liviano agradecimiento al principio, y después caído con Nerón en un odio mortal: porque los ministros de tan crueles hazañas, todas las veces que los ve el que dió la comisión, parece que las traen á su memoria y se las vituperan y reprenden. Llamado, pues, éste por César, «le acuerda su primer servicio, y le confiesa haber sido solo él ei que había mirado por su salud librán-