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Los anales.—Libro XII.

dió á esto Corbulon, sabiendo muy bien que Vologeso se hallaba ocupado en castigar la rebelión de los Hircanos, persuadiendo á Tiridates «á que, arrimadas las armas, acometa á César con ruegos, último y necesario camino para conservarse en el reino sin sangre; siguiendo antes el más breve y oportuno remedio, que la esperanza remota y tardía.» Resolvieron después, visto que por medio de embajadas y mensajeros no se llegaba al punto principal de la conclusión de la paz, que, señalado lugar y tiempo, se estableciesen vistas entre los dos. Decía Tiridates que traería una guardia de mil caballos, y que no se curaba de cuántos soldados pudiese llevar consigo Corbulón, con tal que, á uso de paz, viniesen desarmados de corazas y de celadas.

Por cualquier hombre, por inexperto que fuese, cuanto más por un capitán tan viejo y prudente, estaba fácil de conocer la astucia bárbara; pues era cierto que sólo por engañarle tomaba para sí el número menor, dando el mayor á los nuestros, para que, oponiéndose á la caballería del Rey, ejercitada en el uso de las flechas, los cuerpos desarmados, fuese de ningún provecho la multitud. Con todo eso, Corbulón, disimulando y fingiendo no haberlo entendido, respondió que el parlamento que se había de tener sobre negocio tocante al bien público, era mejor tenerle en presencia de ambos ejércitos. Y á este efecto elige un puesto en donde de la una parte se levantaban apaciblemente ciertos collados para recibir la infantería en sus escuadrones, y de la otra se extendía un hermoso llano, cómodo para poner en ala tropas de caballos. Al día señalado se presentó Corbulón, teniendo á sus costados las cohortes confederadas y los socorros de los reyes, y en medio la legión sexta, con la cual había mezclado tres mil soldados de la tercera que había hecho venir la noche antes de los otros alojamientos; pero debajo de una sola águila, por no hacer muestra de más que una legión. Tiridates, hacia la tarde,