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varios años, no siendo raro también que olvidara cobrar su préstamo.

¿Una familia se hallaba en la miseria y su jefe sin ocu- pación? Allí estaba don Juan para procurársela y empu- jarlo al trabajo si era holgazán, o aconsejarle que en lugar de malgastar su dinero en el juego lo empleara en mejorar la condición de sus hijos.

Los enfermos, los huérfanos y, en una palabra, todos aquellos a quienes ocurría algún contratiempo o desgracia, acudían a don Juan, seguros de que este buenazo no oiría sus lamentos sin procurarles remedio.

Pero a quienes don Juan amaba sobre todas las cosas era a los chicos, a punto que, teniendo quince nietos, pa- recía no bastarle ese enjambre de chiquillos, pues su casa era punto de reunión de todos los niños de la vecindad.

Cuando andaba por los campos, frecuentemente detenía su caballo frente a los ranchos, seguro de que al echar pie a tierra un círculo de niños lo rodearía; y era de ver en- tonces la charla que se entablaba entre el anciano y los muchachos, charla a la que daba fin un reparto de biz- cochos y frutas, que con tal objeto siempre llevaba consigo don Juan.

Movido de su amor a los niños y del deseo de mejorar la condición de los colonos, don Juan había hecho construir, en una de sus chacras, un gran rancho de adobe con techo de paja, e instalado en él una escuela, costeando él mismo el maestro y todos los útiles. A ella concurrían los chicos y Chicas de la colonia, muchos de los cuales debían hacer una buena jornada a caballo para llegar desde sus casas.