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DON JUAN DE LAS CASAS BLANCAS

Don Juan — como familiarmente le llamaban — era uno de los vecinos más respetables de Rafaela, en Santa Fe. Vivía en una grande y cómoda casa, cuyos rojos techos de teja: y muros pintados de blanco la hacían visible desde lejos; la casa, así como los campos circundantes, eran de su propiedad. Desempeñaba en el pueblo el cargo de juez de paz, y al decir de los vecinos, nunca había tenido Rafaela uno más justo y bondadoso que don Juan.

Aunque aseguraban ser el más rico propietario del lugar, su sencilla apariencia era más bien la de un humilde hom- bre del pueblo. Modesto en su traje de buen criollo cam- pesino, no lo era menos en su casa, donde vivía rodeado de numerosa familia, hijos y nietos, tan sencillos y buenos como él.

Nadie permanecía ocioso en aquella casa; y aunque por sus bienes de fortuna les hubiera sido fácil rodearse de un ejército de criados, preferían tener sólo los más indis- pensables, a fin de reservarse ocupaciones en qué emplear el tiempo.

Verdad es que don Juan les daba la mejor lección de laboriosidad y sencillez: anciano como era, se le veía desde la mañana recorrer a caballo sus campos, vigilar el trabajo de los peones, animarlos con palabras amistosas, cuando no tomar él mismo la azada y el rastrillo y transformar en pocos días el jardín de la casa, ayudado por uno o dos de sus nietos.

No sólo respeto, sino también gran afecto profesaban los